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jueves, 21 de octubre de 2010

CARLOS IV

Acceso al trono

Sucedió a su padre, Carlos III, al morir éste el 14 de diciembre de 1788. Accedió al Trono con una amplia experiencia en los asuntos de Estado, pero se vio superado por la repercusión de los sucesos acaecidos en Francia en 1789 y por su falta de energía personal que hizo que el gobierno estuviese en manos de su esposa María Luisa de Parma y de su valido, Manuel Godoy, de quien se decía era amante de la Reina, aunque hoy en día esas afirmaciones han sido desmentidas por varios historiadores.[1] Estos acontecimientos frustraron las expectativas con las que inició su reinado. A la muerte de Carlos III, el empeoramiento de la economía y el desbarajuste de la administración revelan los límites del reformismo, al tanto que la Revolución francesa pone encima de la mesa una alternativa al Antiguo Régimen. Gobierno del conde de Floridablanca

Carlos IV, en su juventud, en un retrato de Mengs (Museo del Prado, Madrid).
Las primeras decisiones de Carlos IV mostraron unos propósitos reformistas. Designó primer ministro al conde de Floridablanca, un ilustrado que inició su gestión con medidas como la condonación del retraso de las contribuciones, limitación del precio del pan, restricción de la acumulación de bienes de manos muertas, supresión de vínculos y mayorazgos y el impulso del desarrollo económico. El propio Monarca tomó la iniciativa de derogar la Ley Sálica impuesta por su antecesor Felipe V, medida ratificada por las Cortes de 1789, que no se llegó a promulgar.
El estallido de la Revolución francesa en 1789 cambió radicalmente la política española. Conforme llegan las noticias de Francia, el nerviosismo de la corona crece y acaba por cerrar las Cortes que, controladas por Floridablanca (mantenido en el poder por consejo de su padre), se habían reunido para reconocer al Príncipe de Asturias. El aislamiento parece ser la receta para evitar la propagación de las ideas revolucionarias a España. Floridablanca, ante la gravedad de los hechos dejó en suspenso los Pactos de Familia, estableció controles en la frontera para impedir la expansión revolucionaria y efectuó una fuerte presión diplomática en apoyo a Luis XVI. También puso fin a los proyectos reformistas del reinado anterior y los sustituyó por el conservadurismo y la represión (fundamentalmente a manos de la Inquisición, que detiene a Cabarrús, destierra a Jovellanos y despoja de sus cargos a Campomanes). Gobierno del conde de Aranda
En 1792, Floridablanca fue sustituido por el conde de Aranda, amigo de Voltaire y de otros revolucionarios franceses, a quien el rey encomienda la difícil papeleta de salvar la vida de su primo el rey Luis XVI en el momento en que éste había aceptado la primera Constitución francesa.
Sin embargo, la radicalización revolucionaria a partir de 1792 y el destronamiento de Luis XVI—el rey francés fue encarcelado y quedó proclamada la República— precipitó la caída del conde de Aranda y la llegada al poder de Manuel Godoy el 15 de noviembre de 1792.

 Primer Gobierno de Manuel Godoy


La familia de Carlos IV por Goya (Museo del Prado).
Manuel Godoy, un guardia de corps, ascendió rápidamente en la Corte gracias a su influencia sobre la reina María Luisa. En pocos años pasó de ser un hidalgo a convertirse en duque de Alcudia y de Sueca, capitán general y, desde finales de 1792, en «ministro universal» de Carlos IV con un poder absoluto. De pensamiento ilustrado impulsó medidas reformistas como las disposiciones para favorecer las enseñanzas de las ciencias aplicadas, la protección a las Sociedades Económicas de Amigos del País y la desamortización de bienes pertenecientes a hospitales, casas de misericordia y hospicios regentados por comunidades religiosas.
La Revolución francesa condicionó su actuación en la política española. Sus primeras medidas se encaminaron en salvar la vida de Luis XVI, procesado y condenado a muerte. Pese a los esfuerzos de todas las Cortes, el monarca francés fue guillotinado en enero de 1793, lo que generalizó una guerra de las potencias europeas contra la Francia revolucionaria conocida como la Guerra de la Convención, en la que España participó y fue derrotada por la Francia republicana, fruto del desastroso abastecimiento, la pésima preparación del ejército y la escasa moral de la tropa frente a los enardecidos sans culottes franceses. Un ejército de 25.000 hombres[cita requerida] dirigido por el general Ricardos entró en el Rosellón y logró algunos éxitos. A partir de 1794 las tropas españolas se vieron forzadas a la retirada. Los franceses ocuparon Figueras, Irún, San Sebastián, Bilbao, Vitoria y Miranda de Ebro.
Godoy suscribió con Francia la Paz de Basilea en 1795. La República francesa devolvió a España las plazas ocupadas, a cambio del territorio hispano de la isla de La Española —colonia de Santo Domingo—. En agradecimiento recibió el título de Príncipe de la Paz.
En 1796, concluida la fase más radical de la Revolución, Godoy firmó el Tratado de San Ildefonso y España se convirtió en aliada de Francia. Este cambio de postura buscaba el enfrentamiento con Gran Bretaña, principal adversario de la Francia revolucionaria y tradicional enemiga de España con la que disputaba la hegemonía marítima y, concretamente, el comercio con América. La escuadra española sufrió la derrota frente al cabo de San Vicente en 1797, pero Cádiz y Santa Cruz de Tenerife resistieron a los ataques del almirante Nelson. En América los británicos ocuparon la isla de Trinidad, y sufrieron una derrota en Puerto Rico. Ello provocó la caída de Godoy en mayo de 1798.

 Gobierno provisional

Tras ello, dos ilustrados, Francisco de Saavedra y Mariano Luis de Urquijo, se sucedieron al frente del gobierno entre 1798 y 1800.

 Segundo gobierno de Manuel Godoy

La llegada al poder de Napoleón en 1799 y su proclamación como Emperador en 1804 alteró las relaciones internacionales y se renovó la alianza con Francia. Napoleón necesitaba, en su lucha contra los británicos, contar con la colaboración de España, sobre todo de su escuadra. Por ello, presionó a Carlos IV para que restituyera su confianza en Godoy. Éste asumió de nuevo el poder en 1800 y firmó el Convenio de Aranjuez de 1801 por el que ponía a disposición de Napoleón la escuadra española, lo que implicaba de nuevo la guerra contra Gran Bretaña.
Godoy declaró en 1802 la guerra a Portugal, principal aliado británico en el continente, antes de que lo hiciera Francia. Este conflicto, conocido como la Guerra de las Naranjas, significó la ocupación de Olivenza por España, que además obtuvo el compromiso de Portugal de impedir el atraque de buques británicos en sus puertos.
En 1805, la derrota de la escuadra franco-española en la batalla de Trafalgar por la Armada británica modificó la situación radicalmente. Frente a la hegemonía de Gran Bretaña en los mares, Napoleón recurrió al bloqueo continental, medida a la que se sumó España. En 1807 fue suscrito en Tratado de Fontainebleau que estableció el reparto de Portugal entre Francia, España y el propio Godoy, y el derecho de paso por España de las tropas francesas encargadas de su ocupación.

 Crisis final

Con tal sucesión de guerras se agravó hasta el extremo la crisis de la Hacienda; y los ministros de Carlos IV se mostraron incapaces de solucionarla, pues el temor a la revolución les impedía introducir las necesarias reformas, que hubieran lesionado los intereses de los estamentos privilegiados, alterando el orden tradicional.
La presencia de soldados franceses en territorio español aumentó la oposición hacia Godoy, enfrentado con los sectores más tradicionales por su política reformista y entreguista hacia Napoleón. A finales de 1807 se produjo la Conjura de El Escorial, conspiración encabezada por Fernando, Príncipe de Asturias, que pretendía la sustitución de Godoy y el destronamiento de su propio padre. Pero, frustrado el intento, el propio Fernando delató a sus colaboradores. En marzo de 1808, ante la evidencia de la ocupación francesa, Godoy aconsejó a los reyes que abandonaran España. Pero se produjo el Motín de Aranjuez, levantamiento popular contra los reyes aprovechando su presencia en el palacio de Aranjuez. Godoy fue hecho preso por los amotinados. Carlos IV, ante el cariz de los acontecimientos, abdicó en su hijo Fernando VII.
Napoleón, receloso ante el cambio de monarca, convocó a la familia real española a un encuentro en la localidad francesa de Bayona. Fernando VII, bajo la presión del Emperador y de sus padres, devolvió la Corona a Carlos IV el día 6 de mayo, sin saber que el día antes Carlos IV había pactado la cesión de sus derechos a la corona en favor de Napoleón, quien finalmente designó como nuevo rey de España a su hermano José.

 Final

Carlos permaneció prisionero de Napoleón hasta la derrota final de éste en 1814; pero en ese mismo año Fernando VII fue repuesto en el Trono español, manteniendo a su padre desterrado por temor a que le disputara el poder. Carlos y su esposa murieron exiliados en la corte papal.

 Mecenazgo

Carlos se interesó desde su juventud por el arte. Violinista aficionado, en 1775 compró para la corte el cuarteto de instrumentos Stradivarius conservado actualmente en el Palacio Real de Madrid y se rodeó de un entorno musical privilegiado dirgido por el violinista y compositor Gaetano Brunetti. También se interesó por la pintura, encargando obras a Luis Meléndez, Claude Joseph Vernet y Luis Paret y nombrando a Francisco de Goya pintor de cámara (1789).

Matrimonio e hijos

Carlos IV contrajo matrimonio con su prima hermana María Luisa de Borbón-Parma (hija de Felipe, Duque de Parma) en 1765. Tuvieron 14 hijos de las veinticuatro veces que María Luisa de Borbón-Parma estuvo embarazada, pero solo siete llegaron a la edad adulta:

 Ancestros



16. Luis XIV de Francia

8. Delfín Luis de Francia

17. María Teresa de España

4. Felipe V de España

18. Fernando María de Baviera

9. María Ana de Baviera

19. Enriqueta Adelaida de Saboya

2. Carlos III de España

20. Ranuccio II Farnese, Duque de Parma

10. Odoardo II Farnese

21. Isabella de Modena

5. Isabel de Parma

22. Felipe Guillermo I, elector palatino

11. Dorotea Sofía de Neuburg

23. Landgravina Isabel Amalia de Hesse-Darmstadt

1. Carlos IV de España

24. Juan Jorge III de Sajonia

12. Augusto II de Polonia

25. Ana Sofía de Dinamarca

6. Augusto III de Polonia

26. Christian Ernst, Margrave de Brandenburg-Bayreuth

13. Cristina Eberhardina de Brandenburg-Bayreuth

27. Sofía Luisa de Württemberg

3. María Amalia de Sajonia

28. Leopoldo I de Habsburgo

14. José I de Habsburgo

29. Eleonor-Magdalena de Neuburg

7. María Josefa de Austria

30. Juan Federico, Duque de Brunswick-Lüneburg

15. Guillermina Amalia de Brunswick

31. Benedicta-Henrietta de Simmern


 Filmografía

Notas

  1. La Parra López, E. (2002): Manuel Godoy: la aventura del poder; Rúspoli, E. (2004): Godoy: La lealtad de un gobernante ilustrado.

 Bibliografía

  • LYNCH, John, El siglo XVIII, Crítica, Barcelona, 1991 (1989).

Predecesor:
Fernando de Borbón y Saboya
Príncipe de Asturias
17601788
Sucesor:
Fernando de Borbón y Borbón-Parma
Predecesor:
Carlos III
Rey de España
17881808
Escudo de Carlos III de España Toisón y su Orden variante leones de gules.svg
Sucesor:
Fernando VII

NEOCLÁSICO



ROCOCO




BARROCO




MOTIN DE ESQUILACHE

Tras el reinado de Fernando VI, en que pocas cosas raras sucedieron en Madrid, vino el de Carlos III, que había gobernado ya en Nápoles (1759). Este rey trajo consigo dos ministros italianos de condición muy diversa don Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache, y don Jerónimo Grimaldi, marqués de este apellido, a quienes encargó de los Ministerios de Hacienda y Guerra (entonces unidos) y de Estado, respectivamente.

Esquilache era un hombre laborioso y honrado, pero muy europeizado para el gusto español de entonces, con lo que se atrajo la antipatía de las gentes, que recibían mal sus reformas. En 1766 tuvo la idea de modificar las vestimentas recortando las capas y apuntando los sombreros chambergo, que aún se usaban. Parece, que se ordenó esto para evitar que los criminales pudieran ocultar el rostro.
A 22 de enero de 1766 salió una Real orden que prohibía el uso de la capa larga y del sombrero redondo a los funcionarios, y el 10 de marzo se extendió la medida a todas las gentes, que la recibieron con mucho disgusto, manifestándose tumultuosamente -y, arrancando los bandos en los que se daba la orden, para sustituirlos por pasquines que incitaban al motín. En el día 13 de marzo dos hombres con bandas azules y, pelucas enharinadas recorrieron la calle de la Paloma gritando «Esto no ha de prohibirlo el marqués de Esquilache»
Parece ser que ya desde mucho antes se preparaba el motín y que en aquellos días se repartió mucho dinero, dándose, además, el caso en que muchos sublevados bajo los andrajosos trajes ocultaban su condición de nobles. En el día 23 de marzo, Domingo de Ramos, dos embozados se paseaban junto al cuartel de Inválidos, plaza de Antón Martín, cuando un soldado se acercó a uno de ellos, que llevaba un gran sombrero blanco, y le dijo: "Paisano, ¿por qué no observa usted lo mandado y no apunta su sombrero?" El embozado contestó groseramente, por lo que el soldado quiso prenderle; pero aquél sacó la espada, a tiempo que tocó un silbato, reuniendo mucha gente que salió de las vecinas calles; entre todos desarmaron a, los soldados y marcharon por la calle de Atocha, gritando: "¡Viva el rey! ¡Viva España ! ¡ Muera Esquilache !" En la plaza Mayor se juntaron con otros que venían de la plaza de la Cebada, y se dirigieron a Palacio,, donde el duque de Arcos les indicó que serían atendidos. Entonces fueron a la calle de las Infantas (hoy Rosalía de Castro), donde saquearon la Casa de las Siete Chimeneas, vivienda del ministro, e incendiando los muebles. Al día siguiente creció el motín, y el pueblo dio muerte a varios guardias walonas; entonces el rey oyó las peticiones de los amotinados, expuestas por el padre Cuenca y por un calesero. El día 25 de mayo salió el rey para Aranjuez, acompañado de Esquilache, con lo que las gentes repitieron el motín, que se apagó cuando supieron que Esquilache marchaba a Italia.
Se acusó de preparar el motín a los jesuitas, dirigidos por los padres Isidoro López y Miguel Gándara, juntamente con el abogado don Lorenzo Hermoso y el marqués de la Ensenada, que fue desterrado a Medina del Campo, donde murió.

viernes, 15 de octubre de 2010

CARLOS III

El 20 de enero de 1716, entre las tres y las cuatro de la madrugada, en el viejo, inmenso y destartalado Alcázar, nacía el niño que con el paso de los años iba a ser investido como rey de España con el nombre de Carlos III. Fruto del matrimonio de Felipe V con su segunda esposa, la parmesana Isabel de Farnesio, mujer de fuerte personalidad y opinión política propia, el nuevo infante venía al mundo con pocas posibilidades de ser proclamado rey de la vasta Monarquía hispana. Su infancia transcurrió dentro de los cánones establecidos por la familia real española para la educación de los infantes. Hasta la edad de los siete años fue confiado al cuidado de las mujeres, siendo su aya la experimentada María Antonia de Salcedo, persona a la que siempre guardó gratamente en su recuerdo. Después tomaron el relevo los hombres, comandados por el duque de San Pedro y un total de catorce personas que iban a conformar el cuarto del infante. El niño "muy rubio, hermoso y blanco" del que nos habla su primer biógrafo coetáneo, el conde de Fernán Núñez, gozó durante su primera infancia de buena salud, amplios cuidados y una enseñanza rutinaria dentro de lo que se estilaba en la corte española. Además de las primeras letras, Carlos recibiría una educación variada propia de quien el día de mañana podía ser un futuro gobernante. Así, la formación religiosa, humanística, idiomática, militar y técnica se combinaría durante años con la cortesana del baile, la música o la equitación para ir forjando la personalidad de un joven de buen y mesurado carácter, solícito a las sugerencias paternas y educado en la convicción de la evidente supremacía de la religión católica. También fue en su más tierna infancia cuando Carlos se aficionó a la caza y a la pesca, pasiones, especialmente la primera, que nunca abandonaría a lo largo de su vida.
     Pronto el infante Carlos empezó a entrar en los planes de la diplomacia española y en las cábalas de Isabel de Farnesio, estas últimas destinadas a dar a su primogénito una posición acorde con su rango real. En la política internacional de los gobiernos felipinos, alentada por el irredentismo italiano que anidaba en la Corte madrileña desde que las cláusulas más lesivas del Tratado de Utrecht (1714) habían dejado a España fuera de la península transalpina, Carlos iba a revelarse como una pieza importante. Tras numerosas vicisitudes bélicas y diplomáticas en el complicado cuadro europeo, se presentó la ocasión propicia para que Carlos pudiera alcanzar un sillón de mando en Italia. La misma tuvo lugar con la muerte sin descendencia, en 1731, del duque Antonio de Farnesio, precisamente el día en que Carlos cumplía quince años, lo que propició que el joven infante fuera encauzado hacia los caminos de Italia. Primero se asentaría en los pequeños pero históricos ducados de Toscana, Parma, Plasencia, donde permanecería muy poco tiempo, pues los acontecimientos bélicos derivados de la cuestión sucesoria de Polonia lo condujeron finalmente a ser proclamado rey de las Dos Sicilias el 3 de julio de 1735 en Palermo, contando tan solo con diecinueve años de edad.
     Nápoles no fue para Carlos un destino intermedio en espera del gran reino de España. Allí vivió un cuarto de siglo, allí emprendió una política reformista en un complicado país dominado por las clases privilegiadas y allí constituyó, con su amada esposa María Amalia, una familia numerosa de trece hijos, siete mujeres y seis varones. Durante su reinado napolitano, Carlos configuró definitivamente su carácter y su modelo de reinar, siempre ayudado por su consejero personal Bernardo Tanucci y siempre tutelado por sus padres desde Madrid. En términos generales aprendió a ser un rey moderado en la acción de gobierno, un soberano que supo animar una política reformista que sin acabar con todos los problemas que sufría el abigarrado pueblo napolitano y sin menoscabar los poderes esenciales de la nobleza, al menos sí consiguió que el reino se consolidara como tal, que fuera cada vez más italiano y que tuviera una cierta consideración en el concierto internacional.
     Cuando ya pensaba que su destino último era Nápoles, la muerte sin descendencia de su hermanastro Fernando VI lo condujo de vuelta a su patria de nacimiento. Carlos cumplió así con unos designios testamentarios que en buena parte él consideraba dictados por la Divina Providencia. Dejando como rey de las Dos Sicilias a su hijo Fernando IV y siendo despedido con afecto por el pueblo, embarcó rumbo a Barcelona, donde el calor popular vino a demostrar que las heridas de la Guerra de Sucesión cada vez estaban más cicatrizadas.
     El rey que Madrid recibió el 9 de diciembre de 1759, en medio de una incesante lluvia, era un monarca experimentado y maduro, como gobernante y como persona, lo cual representaba una cierta novedad en la historia de España. En estos primeros tiempos madrileños, Carlos vivió una experiencia familiar agradable y otra amarga. La primera se produjo por la designación de su primogénito, el futuro Carlos IV, como heredero de la corona española, sobre lo cual existían algunas dudas dado que había nacido fuera de España. El segundo, fue la desaparición de su esposa, que con la salud quebradiza y con cierta nostalgia napolitana no pudo superar el año de estancia en España. Esta muerte afectó seriamente a Carlos, que ya no volvería a desposarse nunca más pese a algunas insistencias cortesanas.
     El monarca que España iba a tener en los próximos treinta años mantendría una misma tónica de comportamiento en su vida personal. Según todos los datos recogidos por sus biógrafos, era una persona tranquila y reflexiva, que sabía combinar la calma y la frialdad con la firmeza y la seguridad en sí mismo. Cumplidor con el deber, fiel a sus amigos íntimos, conservador de cosas y personas, era poco dado a la aventura y no estaba exento de un cierto humor irónico. Dotado de un alto sentido cívico en su acción de gobierno, tenía en la religión la base de su comportamiento moral, lo que le llevaba a sustentar un acusado sentido hacia los otros y una cierta exigencia sobre su propio comportarse, que concebía siempre como un modelo para los demás, fueran sus hijos, sus servidores o sus vasallos.
     En cuanto a su apariencia personal, bien puede decirse que no era nada agraciado. Bajo de estatura, delgado y enjuto, de cara alargada, labio inferior prominente, ojos pequeños ligeramente achinados, su enorme nariz resultaba el rasgo más distintivo de toda su figura. A todo ello había que añadir un progresivo ennegrecimiento de su piel a causa de la actividad física de la caza, práctica cinegética que continuadamente realizaba no solo por motivos placenteros, sino como una especie de terapia que él consideraba un preventivo para no caer en el desvarío mental de su padre y de su hermanastro. El retrato con armadura pintado por Rafael Meng confirma los rasgos físicos del Carlos maduro y la pintura de Goya, presentándolo en traje de caza, con una leve sonrisa en los labios entre burlona y bondadosa, lo ha inmortalizado como un rey campechano y poco preocupado por la elegancia en el vestir.
     A pesar de residir en la Corte (no realizó ningún viaje fuera de los Sitios Reales), era un mal cortesano, al menos en los usos y costumbres de la época. No le divertían los grandes espectáculos, ni la ópera ni la música. Su vida era metódica y rutinaria, algo sosa para lo que su posición privilegiada le hubiera permitido. Se despertaba a las seis de la mañana, rezaba un cuarto de hora, se lavaba, vestía y tomaba el chocolate siempre en la misma jícara mientras conversaba con los médicos. Después oía misa, pasaba a ver a sus hijos y a las ocho de la mañana despachaba asuntos políticos en privado hasta las once, hora en la que se dedicaba a recibir las visitas de sus ministros o del cuerpo diplomático. Tras comer en público con rutina y frugalidad - en verano dormía la siesta pero no en invierno - invariablemente salía por las tardes a cazar hasta que anochecía. Vuelto a palacio departía con la familia, volvía a ocuparse de los asuntos políticos y a veces jugaba un rato a las cartas antes de cenar, casi siempre el mismo tipo de alimentos. Después venía el rezo y el descanso. A diferencia de otras cortes europeas del momento, la carolina se comportó siempre con una evidente austeridad. Quizá esta vida rutinaria fue en parte la que le permitió ser un rey con excelente salud, pues salvo el sarampión de pequeño no tuvo importantes achaques hasta semanas antes de su muerte.
     Carlos fue un rey muy devoto, con un sentido providencialista de la vida ciertamente acusado. Su pensamiento, su lenguaje y sus actos estuvieron siempre impregnados por la religión católica. Aunque no puede decirse que fuera un beato, resultó desde luego un creyente fervoroso, con gran devoción por la Inmaculada Concepción y por San Jenaro (patrón de Nápoles). De misa y rezo diarios, era un hombre preocupado por actuar según los dictados de la Iglesia para conseguir así la eterna salvación de su alma, asunto que consideraba de prioritario interés en su vida. Esta profunda religiosidad, sin embargo, no fue obstáculo para dejar bien sentado que, en el concierto temporal, el soberano era el único al que todos los súbditos debían obedecer, incluidos los eclesiásticos.
     Estaba profundamente convencido de la necesidad de practicar su oficio de rey absoluto al modo y manera que reclamaban los tiempos. Cualquier opinión acerca de que era un mero testaferro de sus ministros deber ser condenada al saco de los asertos sin fundamentos. Él era quien elegía a sus ministros y quien supervisaba sus principales acciones de gobierno, y si bien tenía querencia por mantenerlos durante largo tiempo en sus responsabilidades, no dudaba tampoco en cambiarlos cuando la coyuntura política así se lo daba a entender. Lo que sí hacía era trasladarles la tarea concreta de gobierno. Una labor para la que requería ministros fieles y eficaces, técnicamente dotados y con claridad política suficiente como para comprender que todo el poder que detentaban procedía directa y exclusivamente de su real persona. Escuchaba mucho y a muchos, era difícil de engañar y los asuntos realmente importantes los decidía personalmente. Su correspondencia con Tanucci y los testimonios de grandes personajes del siglo atestiguan que podía pasarse una parte del día cazando, pero que los principales asuntos de Estado solía llevarlos en primera persona y con conocimiento de causa. Carlos siempre mantuvo el timón de la nave española y siempre fue él quien fijó su rumbo. Así lo pudieron constatar personajes políticos de la talla de Wall, Grimaldi, Esquilache, Campomanes, Floridablanca o Aranda, entre otros.
     Comandando estos hombres, y con la experiencia siempre presente de lo que había acometido ya en Italia, trazó un plan reformista heredado en gran parte de sus antecesores, un plan que buscaba favorecer el cambio gradual y pacífico de aquellos aspectos de la vida nacional que impedían que España funcionara adecuadamente en un contexto internacional en el que la lucha por el dominio y conservación de las colonias resultaba un objetivo prioritario de buena parte de las grandes potencias europeas, en especial de Inglaterra, que fue la mayor enemiga de Carlos debido a sus aspiraciones sobre los territorios españoles en América. Una política de cambios moderados y graduales en la economía, en la sociedad o en la cultura, que no tenía como meta última la de finiquitar el sistema imperante, que Carlos consideraba básicamente adecuado, sino dar a la Monarquía un mejor tono que le permitiera ser más competitiva en el marco internacional y mejorar su vida interna, fines ambos que eran vasos comunicantes en el pensamiento carolino. Así pues, Carlos fue un actor principalísimo, el "nervio de la reforma", en la continuidad del regeneracionismo inaugurado por su dinastía desde las primeras décadas del siglo: no se inventó la reforma de España, pero estuvo sinceramente al frente de la misma durante la mayor parte de su reinado. Sin ser un intelectual, su educación le llevó a la profunda creencia de que el más alto sentido del deber de un monarca era engrandecer la Monarquía y mejorar la vida de su pueblo. Y ese profundo convencimiento lo animaría a liderar una renovación del país a través de una práctica a medio camino entre el idealismo moderado y el pragmatismo político.
     Como es natural, la edad fue mermando en Carlos sus ímpetus de gobierno. En los últimos años de su vida, su progresiva pérdida de facultades lo condujeron a delegar cada vez más la tarea de gobernar en manos del conde de Floridablanca, que llegó a convertirse en su verdadero primer ministro. Tras cincuenta años de reinado, entre Nápoles y España, aunque no perdía el hilo de las cuestiones fundamentales, el rey fue comprendiendo que ya no era el de antes. De hecho, en el crepúsculo de su vida, se encontró bastante solo. Ya no tenía esposa, la mayoría de sus hermanos habían muerto, las relaciones con su otrora fraternal hermano Luis eran precarias, las que mantenía con su hijo Carlos, el futuro heredero, no eran demasiado fluidas, y sin duda resultaban tensas las existentes con su hijo Fernando, rey de Nápoles. Además, en 1783, había muerto su viejo amigo Tanucci y cinco años más tarde el mazazo de la muerte de su querido hijo Gabriel y de su esposa fue el principio del fin para Carlos: "Murió Gabriel, poco puedo yo vivir", anunció con cierta premonición. Y, en efecto, Carlos no se equivocaba. Aquel iba a ser su último invierno. Tras una breve enfermedad, el 14 de diciembre de 1788, fallecía sin aspavienteos, sin espectáculo, con sobriedad, y sin locura alguna, lo que debió ser para él un íntimo alivio.

Política exterior

 La Guerra de los Siete Años (1756–1763)

El primer asunto que el Rey trató fue la Guerra de los Siete Años. El monarca español se vio obligado a tomar parte en la guerra tras la ocupación británica de Honduras y la pérdida de la colonia francesa de Quebec, lo que requirió la intervención española en el conflicto para frenar el expansionismo británico por América.
En 1761 se firmó el Tercer Pacto de Familia y España entró en el conflicto bélico. La guerra terminó con la Paz de París de 1763. España cedió a Gran Bretaña la Florida y territorios del golfo de México, a cambio de La Habana y Manila, conquistadas por los británicos, y la Luisiana francesa pasó a manos de España, más preparada para defenderla. Portugal, aliado de los británicos, recuperó la colonia del Sacramento.
En 1781, el gobernador de la Luisiana, Gálvez, recupera las dos Floridas para España, en un audaz golpe de mano contra los ingleses, y en 1782 España recupera la isla de Menorca.

Guerra de independencia de los Estados Unidos (1776–1783)

España continuó la alianza francesa. Así, en la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos, intervino junto a Francia contra Gran Bretaña en apoyo a la emancipación de las trece colonias británicas. El Tratado de Versalles de 1783 puso fin a la guerra. España recuperó Florida, los territorios del golfo de México, aunque no pudo hacer lo mismo con Gibraltar. España, de esta forma, contribuyó a la independencia de los Estados Unidos, hecho que creó un precedente para la emancipación de las colonias españolas en el siglo XIX.

MEDITERRANEO



El Monarca intervino en el norte de África con el doble objetivo de conseguir liberar el mar de piratas berberiscos y obtener concesiones económicas.


Política interior

Carlos III de España, estatua del Real Jardín Botánico de Madrid
En política interior, intentó modernizar la sociedad utilizando el poder absoluto del Monarca bajo un programa ilustrado.

 Despotismo Ilustrado

En la línea de la Ilustración propia de su época, Carlos III realizó importantes cambios —sin quebrar el orden social, político y económico básico, despotismo ilustrado— con ayuda de un equipo de ministros y colaboradores ilustrados, como el Marqués de Esquilache, Aranda, Campomanes, Floridablanca, Wall y Grimaldi.
Promulgación de la Pragmática
En 1783 Carlos III promulgó la Pragmática que recoge los siguientes aspectos:
  1. Los gitanos son ciudadanos españoles.
  2. Debe dejarse de decir gitano, ya que todos los ciudadanos son iguales. Se sustituye la palabra «gitano» por «castellano nuevo».
  3. Los niños deben ir a la escuela a partir de los 4 años.
  4. Los gitanos son libres de fijar su residencia.
  5. Los gitanos pueden emplearse o trabajar en cualquier actividad.
  6. Los gitanos tienen derecho a asilo y atención a sus enfermos.
  7. Los gremios que impidan la entrada o se opongan a la residencia de los gitanos serán penalizados.
  8. Se imponen penas a los que obstaculicen la integración de los gitanos.
Sin embargo, para que el gitano pueda disfrutar de estas igualdades, debe cumplir unas condiciones:
  • Abandonar su forma de vestir.
  • No usar su lengua (el caló) en público.
  • Asentarse y abandonar la vida errante.